elcontrapunto.net El duelo, mi contrapunto más personal
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¿Recuerdas la primera vez que oíste hablar de la muerte? ¿Cómo te lo explicaron? Bueno… ¿acaso te lo explicaron?

Yo no recuerdo cuál fue mi primera impresión sobre la existencia de la muerte. Tampoco es para mi novedad no recordar cosas específicas o generales de mi infancia. Pero sí recuerdo que la presencia gélida de la muerte en mis pensamientos me atormenta desde el mismo instante en el que me hicieron nacer, sin pretender yo nada de eso.

En esta página un tema recurrente serán los animales. No solo porque desde hace más de una década uno de mis intereses más especiales está en las lecturas y reflexiones sobre derechos animales. Sino porque los animales obtienen de mi las conexiones emocionales más auténticas y profundas que jamás he establecido.

Recuerdo que la joven Jenny de 5 años, que apenas se encontraba superando la etapa de infante, ya pudo entender que la muerte es parte de la vida desde que el mundo es mundo. Que la muerte es un objeto incontrolable, que avanza sin necesidad de búsqueda ni aprobación, una bruma oscura y muy incómoda para un cerebro cuyo funcionamiento se basa en la necesidad de estructuras, rutinas y sensación de control.

Recuerdo con ansiedad y temblor que el miedo se disparó cuando creé mi primer vínculo con un animal. Nadie puede echar de menos aquello que no tiene, dicen. Así que yo no podía tener miedo a perder algo que nunca había construido: un vínculo profundo y sustancial.

Le llamamos Bolita. Era un gato que adoptamos en mi familia cuando yo tenía 5 años. Mi madre me preguntó qué quería para mi cumpleaños y yo le pedí adoptar al gatito que vivía en un terreno que lindaba con el apartamento de mi madre.

Mi infancia no ha tenido nada de normativa, así que tampoco podíamos esperar que mi ansiosa relación con la vida y la muerte lo fuera. Pero desde el día que empecé a construir un vínculo de profundo afecto con aquel gato, la percepción que yo tenía sobre la importancia de la vida cambió. Empecé a cuestionarme qué sería de mi si ese vínculo desaparecía. O mejor, dicho, qué sería de mi cuando desapareciese.

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El camino a la inversa

No era difícil para mi yo de 5 años entender que ese camino podía caminarse en dos direcciones. Y que si de repente, al conocer a aquel animal mi existencia comenzaba a sentirse apasionante y con sentido, el momento en el que ese animal ya no estuviese, mi existencia volvería a carecer de pasión, sentido y amor.

No recuerdo un pensamiento que me atormentase más. Cada vez que aparecía por mi pequeño cerebro, aún pendiente de desarrollo, trataba de distraerme y contar hasta el número más alto que supiese y procurarme tal despiste… que me olvidase de lo que estaba pensando.

También trataba de entregar un contrapunto a mi propio pensamiento, y decirle que por favor me abandonase, que sería un problema para la Jenny adolescente o quizá, con suerte, para la Jenny adulta, para la que aún quedaba más de una década. Al final, yo solo era una niña y mi gato era muy joven ¿por qué me iba a preocupar de eso?

Efectivamente cuando mi gato murió 17 años después, y el duelo cubrió a esa Jenny en sus primeros años de adulta, fue demoledor. Un profundo sentimiento de tristeza y ansiedad que no podía calmar ni entender. Un sentimiento de culpa por no haber visto antes la enfermedad. Un sentimiento de abandono con la sensación de no ser capaz de superarlo jamás. Como luces estroboscópicas de colores frente a mis ojos que me cegaron y me dejaron mareada, sin sentido ni rumbo.

Igual que la infante de 5 años no estaba preparada para perder a aquel que fue todo, que fue el origen de los vínculos más profundos, tampoco lo estaba la joven de 20 y pocos. El dolor de esa herida que se había abierto pasito a paso durante tantos años no podía cerrarse en unos pocos días. Y una vez más, mi cerebro cogió las riendas sobre mi y, para garantizar mi propia supervivencia, procuró que olvidase casi todo lo relacionado con aquel vínculo. No te culpo, cerebro, solo querías cortar la hemorragia. Pero ahora me dejaste una inmensidad de páginas en blanco donde sé que un día hubo el amor más profundo.

Hoy tengo 30 años. Soy lo que surgió de aquella Jenny de 5 y de la de 20. Sigo sin tener miedo ninguno a mi propia muerte, tampoco siento un persistente terror por la muerte de mis familiares y allegados. No me malinterpretéis: no deseo que pase, pero simplemente no es en mi un pensamiento constante. Perdí a mi abuela, a mis dos abuelos, a mi tío y a otras personas cercanas, pero nunca sentí un dolor tan incontrolable como el que sentí durante el duelo de ese gato.

El duelo sigue siendo el contrapunto máximo de mi existencia. El terror se apodera de mi de pensar en el día en el que me tenga que despedir de mi actual vínculo más profundo y sustancial, el que tengo con mi perro. Al final, la Jenny de 30 años no se diferencia tanto de aquella pequeña de 5.

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